
En la imaginaria pasarela de Victory, las chaquiras prendidas al cuerpo juguetean sobre el amplio escote, se agitan con el viento y afloran en blanco nácar, empapadas de luz halógena.
En el frenesí de la noche, lleva su marcha lentamente, algo vacilante, algo sinuosa. Tiene destino y no lo tiene.
Con la ablación de sus emociones, pero en aparente jolgorio, la dama se desplaza sobre Popocateptl en suelas de plataforma gruesa y transparente. Cruza la calle de un lado a otro y agita su blonda cabellera a la caza de un jinete montado en corcel de acero. Uno que tuviera a bien mirarla.
Alguno disminuye la marcha y se aleja de la manada, arrimándose a la penumbra de algún espacio oscuro que mantuviese sus apetencias en el anonimato. Así, apenas se distingue su silueta; igual podría ser un monstruo de fauces filosas que un tímido ser alado. Victory se acerca como lo ha hecho incontables veces. Es su ritual y tiene experiencia como para hacer lo suyo.
Con la ablación de sus emociones, pero en aparente jolgorio, la dama se desplaza sobre Popocateptl en suelas de plataforma gruesa y transparente. Cruza la calle de un lado a otro y agita su blonda cabellera a la caza de un jinete montado en corcel de acero. Uno que tuviera a bien mirarla.
Alguno disminuye la marcha y se aleja de la manada, arrimándose a la penumbra de algún espacio oscuro que mantuviese sus apetencias en el anonimato. Así, apenas se distingue su silueta; igual podría ser un monstruo de fauces filosas que un tímido ser alado. Victory se acerca como lo ha hecho incontables veces. Es su ritual y tiene experiencia como para hacer lo suyo.
En su adolescencia, su corazón hubiera temblado casi a reventar, pero en su envejecida alma, igual daba que la violaran, golpearan o incluso asesinaran. “Qué más da”, se diría frente al espejo antes de salir de la habitación que renta en Ciudad Granja.
Su vida transitaba sin pasado ni futuro, siempre en el presente de la noche perene.
Al mirarse al espejo roído con las venas del tiempo, Victory se ausculta y se pregunta en voz alta quién es. Su yo freudiano lo bautiza una y otra vez: “Eres Victory. ¿Qué no sabes?”; pero el ello, ese que subyace, cual polizón en el inconsciente, aguarda con ira demencial ante la crueldad de una vida hecha añicos desde la infancia. Su padre, tras abandonar a la familia, había sido sustituido por un padrastro siniestro, que magro favor le había hecho a él y a sus cuatro hermanas.
De sí misma, alguna vez sintió remordimiento, si es que no lástima. Sin embargo, con el paso de los años, aquel super-yo eventualmente se fue invistiendo en una personalidad amarga e irónica.
Profesión, amistad, amor y sobre todo sexualidad se habían fragmentado en vagas experiencias que alguna vez le dieron una probadita de lo que se supone era la vida para la cual no tenía plan alguno. El “telos” de Adler se desvaneció aquí; sin un futuro al cual aspirar ni un pasado por el cual suspirar.
En sueños, su sistemática represión de lo vivido le traicionaba, destapándose así la pandemia de los días de salvajismo de aquel padrastro, de las bromas crueles de los chicos de la cuadra, de las burlas de sus compañeros de clase.
A veces, los sueños alcanzaban despertarle sudoroso, y con el hálito crispado de ansiedad, encontraba consuelo en la ideación suicida. Era entonces que prefería omnibularse con mariguana, para dejar asentar de nuevo el polvo en el abismo de su mente. El yo, ello y super-yo no debían rozarse siquiera.
La influencia que la familia alguna vez pudo tener, quedaba ceñida bajo llave en algún recóndito espacio. Y aunque suponía haber arrancado el cordón umbilical a su pasado, el mundo que entendía –como aseguraría Adler- era aquel que había vivido desde su sórdida infancia.
Entre los arquetipos de Jung, pareciera que no habría más que la Sombra para Victory, aquella que encarna la parte negativa de su ser, colmado de complejos.
Victory, sin saberlo, instintivamente se acobija una y otra vez en el mundo que la humilla. No conoce otro. ¿Por qué habría de buscar lo que no conoce?
Ella se acerca al automóvil y con pretendida seguridad intercambia frases comunes con el hombre de las penumbras. Ambos saben que la sociedad les condenaría al abismo del averno pues inconscientemente, al igual que el resto de Guadalajara, sostienen la flamígera amenaza sobre los de su condición.
Victory se arriesga. “Qué más da”. Sube al automóvil y juntos se pierden entre el cemento de la ciudad. Si hoy muriera, al menos lo haría acompañada, aunque fuera por su propio asesino.
Nadie reclamaría su desaparición. Nadie extrañaría su ausencia.
Quizás nunca más se le vuelva a ver sobre Popocateptl.
De sí misma, alguna vez sintió remordimiento, si es que no lástima. Sin embargo, con el paso de los años, aquel super-yo eventualmente se fue invistiendo en una personalidad amarga e irónica.
Profesión, amistad, amor y sobre todo sexualidad se habían fragmentado en vagas experiencias que alguna vez le dieron una probadita de lo que se supone era la vida para la cual no tenía plan alguno. El “telos” de Adler se desvaneció aquí; sin un futuro al cual aspirar ni un pasado por el cual suspirar.
En sueños, su sistemática represión de lo vivido le traicionaba, destapándose así la pandemia de los días de salvajismo de aquel padrastro, de las bromas crueles de los chicos de la cuadra, de las burlas de sus compañeros de clase.
A veces, los sueños alcanzaban despertarle sudoroso, y con el hálito crispado de ansiedad, encontraba consuelo en la ideación suicida. Era entonces que prefería omnibularse con mariguana, para dejar asentar de nuevo el polvo en el abismo de su mente. El yo, ello y super-yo no debían rozarse siquiera.
La influencia que la familia alguna vez pudo tener, quedaba ceñida bajo llave en algún recóndito espacio. Y aunque suponía haber arrancado el cordón umbilical a su pasado, el mundo que entendía –como aseguraría Adler- era aquel que había vivido desde su sórdida infancia.
Entre los arquetipos de Jung, pareciera que no habría más que la Sombra para Victory, aquella que encarna la parte negativa de su ser, colmado de complejos.
Victory, sin saberlo, instintivamente se acobija una y otra vez en el mundo que la humilla. No conoce otro. ¿Por qué habría de buscar lo que no conoce?
Ella se acerca al automóvil y con pretendida seguridad intercambia frases comunes con el hombre de las penumbras. Ambos saben que la sociedad les condenaría al abismo del averno pues inconscientemente, al igual que el resto de Guadalajara, sostienen la flamígera amenaza sobre los de su condición.
Victory se arriesga. “Qué más da”. Sube al automóvil y juntos se pierden entre el cemento de la ciudad. Si hoy muriera, al menos lo haría acompañada, aunque fuera por su propio asesino.
Nadie reclamaría su desaparición. Nadie extrañaría su ausencia.
Quizás nunca más se le vuelva a ver sobre Popocateptl.
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